La noche se hace larga, la brisa de los vientos alisios que bajan del monte remueve las hojas de las azotadas palmeras de la Avenida de Canarias. El desfile de coches que acompañaban al viento por la calzada va aumentando con dirección al puerto marítimo. Los barcos adormitados y con ronquidos de sus motores despiertan esperando a su pasaje, a sus clientes. Los más madrugadores, con ojos medios adormitados, esperan sentados en los bancos situados en el exterior de la estación marítima, otros han subido a la cafetería esperando que sus cortados o su café les termine de despertar y otros se acercan a la oficina para comprar su billete para navegar. Los más despiertos consultan sus teléfonos móviles o sus aparatos electrónicos que les conectan con el mundo tempranero, con la prensa, con las noticias. A pocas centenas de metros del muelle, ya despiertan otros vecinos para ir a su trabajo, salen abrigados, alejándose de la sensación de frío que transmite las brisas nocturnas que bajan de los montes de Hermigua, aquellas que habían penetrado por Santa Catalina y que luego traspasó las cumbres y bajo al barranco de Chejelipes, San Antonio y el Molinito sorteando su desnivel geográfico y que acercándose a la capital les hacen aumentar su fuerza, sus efectos. A la izquierda, en la montaña, El Cristo de San Sebastián, ya no está, desapareció, como la luna que lucía en el cielo tras el volcán, la última vez que lo contemplé estaba negro, soleado y cascado por la intempestiva intemperie. Quizás esté durmiendo, quizás lo llevaron a recuperar su color. Una señora con pañuelo y vestida de negro pasea a su perro, pero es él quien domina la situación, es minúsculo, tira de ella, los dos van casi corriendo, en un accidentado paseo, desafían la fuerza del viento de la avenida, ese viento persistente y con rachas suaves que les frena y les hace bajar la cabeza para que no le moleste en los ojos y no se les llene de lagañas. Aclara, las brisas marinas que con el amanecer se inician en el mar, atraviesan la ciudad camino del barranco con dirección a San Antonio, a Chejelipes, hacia el Garajonay, camino hacia el corazón de La Gomera. El ocaso matutino mueve el aire, le da más frescura marina y a medida que el sol muestra sus rayos, el ambiente se va caldeando. Un señor con gorra y entrado en años le gusta madrugar y recorrer las calles, quizás añora su pasado laborioso, pocas cosas de antaño para entretenerse ya con su edad, mejor su recorrido por la ciudad para estar ocioso. “Lagañoso”, así es su mote. Antiguamente cuando no se conocía el asfalto, las calles y caminos eran de tierra, sus sendas, sus vías se cubrían de polvo triturado, fino y volátil por el uso y su actividad. Con sus brisas norteñas persistentes y continuas que recalaban en estos lares, el polvo, los torbellinos de tierra arrastrada por las ráfagas de viento, se introducía en sus ojos. Para defenderse de las molestias los lugareños entornaban los párpados y sus pestañas para protegerse de los ciscallos y motas de polvo que volaban. Sus atormentados ojos se defendían segregando lágrimas que se convertían en lagañas al segarse y que eran visibles y sorprendentes para sus convecinos y forasteros de otras aldeas eran más serenas y azocadas, y sus caminos tenían su lecho más consistente.... El Sol da de lleno en el barrio de El Calvario, sus casas relucen al recibir sus rayos. Su amarillo se vuelve fosforescente y sus tejados de rojo escarlata, y allá sin su Cristo, ya ha ¡AMANECIDO! ©Teguer